La comida es uno de mis placeres.
Me gusta sentarme a saborear, puedo ir a un lugar muy feo pero sí dicen que hacen buena comida, allí estoy, así como pagar un lugar caro, sólo porque dicen que es famoso en sus platillos.
Suelo ser de las que prefiere comer sola, porque no me gustan que me vean comiendo (además de que hablo mucho, entonces no puedo con ambas). O como, o hablo... Y yo, yo quiero hacer ambas.
Veía el reloj, tenía tiempo, me senté a almorzar.
Ese restaurante es caro, y no amerita tanto su precio... pero tienen algo que pocos restaurantes tienen acá: atienden rápido.
Cuando uno tiene una hora para almozar y debe además movilizarse, agradece que justo terminando de pedir, ya pongan el plato en la mesa. Porque no hay nada más desagradable, que hacerse atragantada la comida solo por la prisa.
Terminé de comer, venía pensando en lo que tenía que hacer...
Y dije, la tarjeta... Dejé la tarjeta.
Empecé a hacer memoria, abrí la cartera y tenía la tarjeta. Algún paso me había saltado.
No había pagado-
Me había levantado con total confianza de la mesa y me había venido sin pagar... Había caminado por todo el Multiplaza, había subido un piso y nadie me había perseguido con la cuenta en la mano.
Había hecho lo que había querido hacer muchas veces: Levantarme y no pagar, porque una comida aparte de fea y cara, no debería pagarse. Mucho menos un mal servicio.
No quería devolverme, pensaba más en los tacones, que ahorrarme esos pesos...
Pero algo en mí me dijo, no sea vaga, vaya y pague. A decir verdad, pensaba más que es un lugar al que voy mucho, pensar en la verguenza... Y sobretodo, haberme dado cuenta, me hacía sentir culpable.
Bajaba las escaleras y justo del lado inverso, venía la salonera.
Me vio ansiosa, se reía nerviosa, yo solo dije:
-Se me olvidó por completo.
-Pensé que había perdido el día.
20 mar 2017
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